domingo, 17 de agosto de 2008

No soy de aquí


Hace un par de semanas saltó a la luz en todos los periódicos y telediarios...Casi nadie había quedado indiferente a la noticia : algunos inmigrantes habían recurrido al bisturí para mitigar sus rasgos étnicos, los rasgos que delataban a gritos su procedencia remota.
Aquello me pareció el lado más grotesco y salvaje de una integración mal entendida. Es decir, eso no es integración. Desde el momento en el que a una de las partes en contacto se le exige que reniegue de su idiosincrasia y acepte lo dominante, ya no hay integración, hay sumisión, puede que, incluso, haya miedo.
Una mujer colombiana daba consejos para, por medio del maquillaje, disimular las narices anchas y un cirujano explicaba cómo un oriental dejaba de serlo por obra y gracia de la cirujía.
Alrededor de la mesa del té, comentándolo con unas amigas, puse el grito en el cielo. Me pareció horrible que hubiera quien, de algún modo, renegara de lo que era, ésa era la opinión del europeo bienpensante...
Pero qué poco nos ponemos en el papel del otro, mejor dicho, en la piel del otro.


Metro de Madrid.

Me bajo en "Lavapiés", donde conviven personas de países que a veces no sé ni ubicar en el mapa.

Control policial.

Al caminar por un pasillo, varios policías desvían hacia una zona acordonada a todo aquel cuyos rasgos lo delaten, a todos los que tiene narices anchas, ojos rasgados, piel negra, chilaba, turbantes en la cabeza, velos...

Yo paso, de hecho, soy una de las pocas que paso.

Este pasillo franco me sabe raro, me hace sentir una ciudadana de primera, miro hacia atrás. Este privilegio me hace sentir incómoda.

Hay una señora mayor (o envejecida) de unos 60 años (¿40 en una vida demasiado dura?). Esas señoras que sus hijos sacan de Bolivia, de Ecuador o de Perú y se traen a Madrid y nunca logran adaptarse, y mueren en un hospital blanco, en una sábanas blancas, mirando por una ventana en la que predominan los grises y apenas se ven las estrellas por la noche, soñando con los paisajes multicolores que se ven por las ventanas de sus casas que están tan lejos...

La señora no sabe bien qué pasa, le piden la documentación y la señora se pone nerviosa.

Parece una de esas señoras que, aunque estén seguras, siempre preguntan si el metro para en su estación antes de subirse.

Se pone muy nerviosa y parece que no entiende qué le reclama el policía.

Empieza a buscar en un bolso enorme y deja caer la bolsa de la compra al suelo. El policía, en un arranque de piedad, se agacha a recogerla, pero le dice que debe ir siempre documentada.

La señora está muy nerviosa y sigue revolviendo el bolso.

Un policía me conmina a seguir. No termino de ver el desenlace de la escena.

Yo empiezo a subir las escaleras del metro, claro, yo que no tengo la nariz ancha, ni los ojos rasgados, ni llevo velo, ni soy negra...

domingo, 3 de agosto de 2008

Madrid me mata


A veces me impacta la capacidad creativa de mucho publicistas...¿Quién no ha visto algún anuncio de televisión y se ha quedado extasiado ante la belleza y la sesibilidad del mensaje, de la música, de la imagen? ¿Quién no se ha detenido alguna vez a apreciar una valla publicitaria?


Sí, la publicidad es un arte y muchas veces alguno de estos locos imbuidos por los poderes sacrosantos de que los dota el Capitalismo (encumbrador de héroes a veces extraños) son capaces de sintetizar en una sola frase todo un párrafo, toda la entrada de un blog (ya saben , lo bueno, si breve...)


Esta semana he estado en Madrid y cada vez que voy pienso que mi relación con la capital es esa frase publicitaria...Para lo bueno y para lo malo, MADRID ME MATA.


Para mí Madrid, creo que como para todos los que hemos crecido lejos de su sombra real, pero admirando la sombra proyectada por la televisión, era el sitio de los artistas, de los teatros, del Café Gijón y el Callejón del Gato, el Madrid de Galdós, de la Gran Vía en la que los camareros eran actores y podías tomarte una caña cerca de Joaquín Sabina. Marid era la ciudad de los museos, donde los escritores se agazapaban detrás de los árboles del Retiro para captar la última palabra de moda de los jóvenes y dotar así sus obras de lo más fresco de lo fresco, de los más cool. Madrid era el lugar donde, como en el patio del colegio de "El club de los poetas muertos" cada uno andaba como le daba la gana. Madrid era al fin, el lugar de España donde pasaba todo.


Recuerdo que la primera vez que visité Madrid fui corriendo a comerme un bocata de calamares a la Plaza Mayor y, puede que todavía con el aceite pringándome las manos, me fui a presentar mis respetos a la Señá Cibeles y a comprar suerte en Doña Manolita. Por entonces, yo escuchaba mucho a Sabina y Ana Belén y casi me tracé una ruta sabianiana por las calles de la ciudad. Creo que nadie ha amado y odiado tanto Madrid como Sabina, cada canción en la que sale la ciudad es una alabanza y un desprecio, un beso y un escupitajo.


Esta semana Madrid me pareció distinta. El barrio de Lavapiés es de lo más varipinto que puede ver una persona y paseando por sus calles me sentía muy cómoda. Tomándome un helado en la Palza de Chueca me crucé con Yola Berrocal y doy fe de que al natural es terrorífica, comprando libros de segunda mano en la Cuesta Moyano (sin premio) pillé varias ofertas y sentí que llevaba en el bolso un tesoro. Visitando el Tyssen pensé que está todo muy desordenado y que aunque la varonesa es un poco gilipollas y pija está bien que no corten los árboles del Paseo del Prado (pero, por Dios, que no nos regale otra vez el espectáculo del "No a la tala"), que lo que tiene que cortar es el tráfico. Madrid me mata.


Pero en la Plaza Tirso de Molina te clavan 3'50€ por una caña, y a las chicas de la calle Montera les brillan los ojos y a sus chulos las navajas, los mendigos se pelean por los cartones y una señora me pide la colilla que voy a tirar antes de entrar en la FNAC. Y me siento estúpida por regalarle dos cigarros como si el futuro de la señora estuviera resuelto con mi estéril regalo.

Pero en Madrid, sale de cada esquina un bar de mala muerte que infesta el aire con lo que sale de su cocina...Huele a basura de McDonalds, a especias de dudosa calidad de los Kebabs donde una carne de forma imposible da vueltas, huele a rancio en los bares que sirven paella reseca para guiris y calamares fritos con aceite del mes pasado en bocatas de pan de antier, huele a pis en las esquinas y a humo de los coches, huele a humedad en los respiraderos del metro y a pobre en las bocas, huelen a sudores bíblicos algunas personas que te cruzas por la calle y huele a potingue prohibitivo en la calle Serrano. Y por los olores te trazas una idea de la idiosincransia de la ciudad y pienso que Madrid me mata.